Nacida en 1960 en Marsella, Claude Justamon vive y esculpe en la meseta del Ardèche, un entorno hostil, una naturaleza salvaje barrida por los vientos, pero fuera del alcance del tumulto y la agitación de la ciudad. Tanto musa como fuente de inspiración, la artista se basa en esta fuerza bruta para dar vida a esculturas delicadas, pacíficas, portadoras de cuestionamientos y humanidad.

Claude Justamon muestra un gran conocimiento: sus cerámicas originales combinan técnicas exigentes de modelado de la placa, estampado y cocción Raku. Este proceso de vidriado ancestral de origen japonés está íntimamente asociado con la filosofía Zen, una rama del budismo, cuyo mensaje de paz adquiere todo su sentido cuando se observa más de cerca la producción del artista.

Desprovisto de artificios y ornamentos superfluos, su trabajo de modelado se inscribe en una búsqueda de pureza, de depuración, en la escucha simple de la energía vital que corre en nosotros. Así, a través de líneas suaves, asociadas a formas tiernas y equilibradas, la artista parece capaz de personificar la esencia misma del alma humana. La edición en bronce que le permite hoy en día hacer su arte más accesible, también es portadora de una simbología fuerte, permitiendo inscribir su obra en la eternidad.

Sus bronces adoptan la forma de representaciones humanas metamorfoseadas: sin género manifiesto, parecen bosquejar el retrato de un ser nuevo, figura de universalidad que invita a la comunión y a la fraternidad.

De hecho, al conjugarse las similitudes fundamentales de nuestra especie, la escultora también borra los rasgos individuales que han podido erigir fronteras que dividen a los hombres a lo largo de la historia: ni masculino, ni femenino, ni caucásico, africano o asiático…

Además, el material inicial utilizado es rico en simbolismo: al igual que cada bronce que surge de una tierra cocida original, todo ser humano nace de una misma Tierra. (“Hombre, acuérdate de que eres polvo y al polvo volverás.” – La Biblia, Moisés)

Sin perder de vista la dimensión plural que hace la singularidad de cada hombre, desea sin embargo materializar lo que nos acerca y nos distingue. Sus rasgos son delicados y puros, reflejando esta forma de fragilidad que nos es propia, o la brevedad de la existencia humana.

Evocadoras de una inquietante desnudez silenciosa, estas esculturas sirven como guías hacia nuestros mundos interiores. Sus ojos cerrados parecen en realidad clarividentes, y sus posturas pacíficas, abiertas al mundo, nos invitan tanto al silencio contemplativo como a una meditación introspectiva. En el camino hacia la búsqueda de uno mismo, ellas nos muestran el camino, como un puente que une el alma y la carne, un punto de equilibrio entre el cuerpo y el espíritu.

Una serenidad reconciliadora que reconecta al visitante con su yo interior y, de esta manera, nos reúne… exhortándonos a escribir juntos un futuro más sereno, más armonioso.

“Borrar la individualidad para revelar una personalidad más profunda, borrar cualquier signo de identificación hasta rozar una osmosis entre lo masculino y lo femenino, desnudez, humildad. No dejar ningún vestigio de ornamento para estar más cerca de la pureza, de la verdad, este largo camino interior….” – Claude Justamon